viernes, 25 de diciembre de 2020

El Año Del Perro: el 2020 Y La Obra Maestra de Francisco de Goya

 Goya es el iniciador de la pintura moderna. Sólo y sordo, en su Quinta silenciosa, pintó sobre los muros una serie de óleos misteriosos cuyo origen, motivación y objetivo nadie conoce. Algunos dudan incluso que Goya sea el autor. Yo creo que no hay otro autor posible.

Rescatadas por un diplomático francés, quien compró la casa muchos años después de la muerte de Goya, luego de un periplo las pinturas, ya en bastidores, acabaron justamente en el Museo del Prado en Madrid.

Mitad mercadotecnia, mitad asombro, la serie es conocida como "las pinturas negras" de Goya. La denominación no es imprecisa, pero puede ser injusta, pues le asignan una connotación que puede limitar el significado potencial de la que quizá sea la serie iconográfica más importante de la historia de la pintura.

Dentro de esa serie se encuentra la que Joan Miró consideraba como su obra favorita, junto a Las Meninas de Velázquez (Antonio Saura, quien pintó una serie sobre ella, la llamaba "la pintura más bella del mundo").

El público la conoce como "el perro", "el perro semihundido", o "el perrito de Goya". No conocemos el título puesto que Goya no dejó rastro alguno del mismo, ni del contexto ni de su intención.

Pero la oscuridad de su origen nos fuerza a ejercer, al ver esta pintura, el máximo ejercicio de libertad estética posible. Como Goya no nos dijo el qué, ni el cómo, ni el quién ni el cuándo. Nos toca a nosotros, a quienes lo vemos, el decidir su significado.

Un perrito que parece hundirse en algo que no sabemos qué es, mira indefenso hacia un plano amarillo/ocre en donde se adivina algo, una forma, un presagio, o quizá nada. "El perrito" de Goya es quizá la pintura en donde por primera vez importa más lo que el espectador ve, que lo que el pintor pinta. No hay nada dicho, todo será visto por quien la ve.

Y en este horrible 2020, ese perrito que ve, quizá indefenso, quizá angustiado, algo incierto que se le viene encima, el poder creador de Franciso de Goya se revela pleno. He aquí una pintura que no morirá nunca: porque siempre dirá lo que sus videntes necesitan o temen ver. Quizá en este año fatuo nos sentimos así como este perrito que se hunde en algo que no sabemos, y miramos en nuestro cielo ominoso, figuras fantásticas que reflejan nuestra tristeza, nuestro temor, pero quizá también, nuestra esperanza.




sábado, 19 de diciembre de 2020

El Año Siguiente No Puede Ser Peor Que Este ¿O Si?

 No. Salvo por un aspecto, el año que viene no puede ser peor que este. Las vacunas han llegado y comienzan a aplicarse. Quizá rumbo al tercer trimestre del 2021 el nivel de inmunidad a nivel social permita ensayar algo parecido a la normalidad que ya casi olvidamos, y eso permitiría a la economía regresar al crecimiento. Si las vacunas funcionan bien y su aplicación masiva es exitosa, el 2021 será un alivio luego de este annus horribilis. La única variable ignota será el esquizofrénico mercado de capitales, quien celebró en medio del luto, y que quien sabe qué haga cuando la normalidad regrese.

Existe un indicador que intenta medir la correcta valuación de los mercados, es el coeficiente P/E, o precio/beneficios. Esquemáticamente el P/E indica cuánto están dispuestos los inversionistas a pagar por un dólar de ganancias de una compañía, o del mercado en general.

Por ejemplo, el P/E hacia delante de Amazon es un altísimo 93.61, mientras que el mismo coeficiente para la legendaria pero vapuleada General Electric es de 30.71. Los inversionistas están dispuestos a pagar más del triple por un dólar de ganancias del minorista electrónico que por uno del conglomerado industrial que alguna vez fue la empresa más valiosa de Wall Street.

Hasta aquí todo fácil. Lo difícil viene cuando intentamos explicar el por qué. Hay dos posibilidades extremas: o bien estamos ante una colosal burbuja especulativa que infla los precios de Amazon; o bien el futuro de sus ganancias es tres veces más promisorio que el estimado de beneficios de General Electric y los inversionistas están pagando el precio correcto por las mismas.

Como no conocemos el futuro, no es posible saber cuál de las dos explicaciones es la correcta en este momento, pero de ello podría depender la suerte del 2021.

A mediados de marzo de este año todo apuntaba a que este año, con todo lo horrible que ha sido, sería mucho peor: los mercados de valores se desfondaban sin final, arrasando en su caída el optimismo de una recuperación económica rápida. 

Pero encabezados por la Fed, los bancos centrales y luego los gobiernos de las economías más avanzadas, se embarcaron en una inyección de liquidez desaforada, sin parangón en la historia económica del mundo, y lograron no sólo detener el desplome de los mercados, sino que incentivaron el rally más furioso y desconcertante de la historia de Wall Street.

Inyectando billones de dólares en la economía y disparado el gasto público deficitario, los consumidores y las empresas, inundados en un mar de liquidez, y con el resto de la economía enclaustrada, tuvieron pocas opciones en dónde gastar su dinero, y una de esas opciones fue en el mercado de financiero.

Es muy factible que al menos una parte del altísimo P/E de Amazon sea causado por ese exceso de liquidez que se ha estacionado en Wall Street a falta de otro lugar a donde ir. Es difícil saber si es una parte pequeña o significativa de esas más de 93 veces el precio de la acción que están pagando los inversionistas por entrar en la empresa que ha revolucionado la economía moderna como pocas. Pero por muy alto que parezca, el P/E de Amazon luce conservador frente al 1,329 de Tesla, uno de los coeficientes más disparatados del mercado para una acción cuyo precio no parece tener límite.

Frente a los enloquecidos P/E de tesla y Amazon, pagar 38.61 dólares por cada dólar de ganancias de Apple parece una ganga, y en general, para el S&P 500 en su conjunto, el ratio es de 24.2 veces. Este último dato es muy importante.

Uno de los economistas que más y mejores cosas ha escrito sobre los mercados, el estadounidense Robert Schiller, ha calibrado el P/E del mercado, produciendo una medida más útil para estimar si los precios en Wall Street están demasiado elevados. El indicador se conoce como el P/E ajustado por el ciclo, pues toma un promedio móvil de varios años para suavizar datos extremos y calcular una tendencia más estable.

De acuerdo con el P/E de Schiller, el S&P 500 tiene un P/E de 32.3 veces, muy cercano al que alcanzó el mercado antes de reventar en el crack de 1929, y únicamente superada por la mayor burbuja financiera de la historia de Wall Street, la de las empresas punto com que estalló en el año 2000, cuando el P/E llegó a 42.65.

Una de las métricas más útiles para estimar si el mercado está caro, y por tanto, o se ajusta bruscamente o se enfila a un período largo de bajas ganancias, está señalando que efectivamente, los precios de las acciones están bastante por encima de su promedio histórico.

Lo anterior no significa que las acciones no puedan seguir subiendo. Si efectivamente estamos en una burbuja, esta por definición sube mañana porque subió hoy. No necesita motivos para subir, y puede seguir subiendo sin límite y tiempo definido hasta que un día revienta. Si el S&P 500 tiene un P/E de Schiller de 32 recordemos que llegó a casi 43 hace veinte años.

Pero así como la tragedia de la economía fue la comedia de los mercados, el éxito de la economía podría ser la derrota de los mercados si los bancos centrales y los gobierno se ven forzados a revertir de manera abrupta, o no gradual, las condiciones de asfixiante liquidez que instauraron para mantener los negocios a flote.

Si, por ejemplo, la inflación comienza a repuntar por encima de los objetivos de los bancos centrales, o el consenso político en favor de los déficits y la deuda se revierte, o si algunos gobiernos enfrentan problemas para servir sus abultados pasivos, o algún otro factor insospechado provoca un aumento de las tasas de interés y/o un súbito recogimiento de la expansión fiscal de los gobiernos, entonces la retirada de la liquidez podría pichar las valuaciones extremas que estamos viendo en los mercados.

No. El 2021 no puede ser peor que el 2020, simplemente porque este fue el peor año en un siglo y algo peor sería inconcebible. Pero los grandes ganadores de este insoportable 2020, los mercados financieros, quienes festejaron múltiples récords históricos en medio del luto de millones de personas, en su esquizofrenia son capaces de darnos un susto mientras nos arrastramos de regreso a la normalidad.

domingo, 13 de diciembre de 2020

¿Y Ahora, Qué Hacemos Con Los Bancos Centrales?

Al menos en economía, no hay mal que no se cure con dinero gratis. Sobre todo si es un montón. La política monetaria solía ser hasta hace poco más de una década, un arte. Hoy es casi irrelevante. Hasta Alan Greenspan, hacer banca central se trataba de calibrar cuidadosamente, de subir o bajar un cuarto de punto porcentual, de emplear las palabras precisas para enviar el mensaje perfecto para que los mercados se inclinaran imperceptiblemente en la dirección deseada. Hoy un torrente imparable de dinero gratis ha inundado el mundo, y hay tanto que lo que los bancos centrales hagan importa muy poco.

La independencia de un banco central se define como la ausencia de obligación para financiar los déficits de su gobierno nacional. Y durante décadas ese mandato se tradujo en comprar el mínimo, o de plano cero, bonos gubernamentales. La Fed de Estados Unidos limitaba la compra/venta de bonos a la señalización de sus tasas de interés, mientras que otros, como el Banco de México, elegían emitir sus propios bonos (BRM en el caso mexicano) para regular la liquidez de los mercados y no financiar así a sus gobiernos, respetando la sacrosanta independencia.

Pero la crisis de 2008-2009 lo cambió todo. La mayoría de los bancos centrales para financiar a los bancos que se colapsaban, les compraron los bonos gubernamentales que tenían en existencia, y así acabaron financiando a sus gobiernos. Los bancos adquirían bonos del gobierno, financiándolos, pero cuando ellos necesitaron financiamiento, acabaron vendiéndoselos a los bancos centrales, haciendo de ellos los financieros de facto de los Estados nacionales. 

A partir de la crisis bancaria de la década pasada, la independencia de los bancos centrales ha sido nominal: se han convertido en la fuente de financiamiento en los hechos de los Gobiernos nacionales. No es que los hayan obligado. Es que no han tenido opción, pues de no hacerlo los bancos se habrían colapsado y la economía se habría hundido en una larga y profunda depresión.

Les tomó diez años a los bancos centrales comenzar a normalizar sus balances, cuando la pesadísima recesión inducida por la pandemia covid los obligó a dar una vuelta más a la tuerca, forzándolos ya no nada más a financiar a los Gobiernos, sino a las corporaciones, a los centros comerciales, a las mineras, a las inmobiliarias, a los restaurantes, a todos. Y ya no solo mediante la compra de bonos a los bancos, sino adquiriendo bonos corporativos de manera directa.

Es decir, los bancos centrales no únicamente han sido forzados a financiar los déficits de los gobiernos, sino también los déficits (y capital de trabajo) empresariales. De nuevo, no han sido obligados por la autoridad políticqa, sino forzados por las circunstancias.

La política monetaria actual se puede describir de manera sencilla: un arbotante del cual mana un chorro incontenible de liquidez, salpicando por todas partes para evitar que haya un espacio seco de terreno en donde pueda prender un fuego e incendiar la pradera.

Es tal la magnitud, el alcance, y la ubicuidad de la inyección de liquidez, que la labor de los banqueros centrales se ha vuelto casi irrelevante. Más allá de mantener el chorro manando, no hay nada más qué hacer.

Los países emergentes por ejemplo han visto como a pesar de tener crecientes déficits fiscales, a pesar de riesgos geopolíticos inherentes, sus monedas se aprecian contra el dólar ante el hambre de inversionistas de un poco más de tasa pues en casa la Fed ha dejado los rendimientos en cero por ciento.

En los países de la OCDE hacer banca central es hacer lo que hace la Fed, comprometerse a que el chorro seguirá fluyendo, y si viene una nueva recesión, fluirá más todavía.

La política monetaria solía monitorear los datos del viernes de empleo, las cifras de agregados monetarios del jueves en la tarde, los vectores de ajuste estacional de la nómina no agrícola, los índices de difusión (ISMs) y la inflación, el uso de capacidad instalada, etc. Nada de eso importa estos días.

¿Habrá consecuencias de este colosal e histórico endeudamiento de los Estados y las corporaciones financiado por dinero fiduciario -respaldado por nada, por la fe- emitido sin límites por los bancos centrales? Seguramente las habrá, y quizá sean terribles. Pero mientras la inflación no resurja, los bancos centrales tienen licencia para conducirse de una manera que apenas hace quince años, habría sido impensable que ocurriera.

sábado, 5 de diciembre de 2020

La Utilidad Inútil De La Economía Neoclásica

A principios de este siglo, las tasas de interés en Estados Unidos rendían poco más del cuatro por ciento en términos reales, y estaban asociados a una relación deuda/PIB del seis por ciento. Veinte años después el cociente deuda/PIB se ha disparado hasta 109 por ciento, y no obstante el colosal aumento en los pasivos públicos, las tasas de interés se han hundido hasta ser negativas en términos reales. La economía neoclásica, con la que nos educan en casi todas las escuelas, nos enseña que, si la deuda se dispara, aumentarán su costo, es decir, la tasa de interés. Algo, o la realidad, o la economía que enseñamos, no es correcta.

También nos enseña la economía neoclásica que los bancos centrales no deben de financiar los déficits públicos. Que su independencia es tan importante para mantener la confianza en el sistema y preservar el poder adquisitivo de la moneda y que, por lo tanto, no deben de adquirir bonos emitidos por los gobiernos de sus países.

Y sin embargo, desde la Reserva Federal de los Estados Unidos, pasando por casi todos los países de la OECD, los bancos centrales se han convertido en los mayores inversionistas en bonos emitidos por los gobiernos, son hoy la principal fuente de financiamiento de los déficits colosales de los que hablamos en el primer párrafo de este artículo.

La economía neoclásica que nos enseñan (y enseñamos) en la escuela, abjura de los monopolios. Ensalza a la competencia como el escenario ideal para lograr el equilibrio económico. Sostiene que entre mayor sea la competencia mayor es la eficiencia de los mercados y mayor la productividad.

Pero si miramos cuales son las acciones más demandadas en los mercados, es claro que entre mayor sea la posición monopólica de una empresa, más valiosa es en las bolsas globales. Peor aún, el sector tecnológico, que se encuentran en la vanguardia más dinámica de la economía mundial, está abrumadoramente dominado por un puñado de empresas con un poder monopólico difícilmente equiparable a otros momentos de la historia económica reciente: Google, Amazon, Microsoft, Facebook, tienen un poder sobre sus mercados que constriñen la entrada de competidores relevantes que amenacen su capacidad de generar ganancias.

La economía neoclásica nos enseña también que entre mayor sea el dinero en circulación, mayor será la inflación. “la inflación es en todo lugar, y en todo momento, un fenómeno monetario”, rezaba con la rigidez de un versículo bíblico Milton Friedman. 

Pero si vemos la brutal explosión de liquidez que una y otra vez los bancos centrales del mundo han inyectado en la economía en las sucesivas recesiones a partir del año 2000, 2008-2009 y en este increíble 2020, lo único que no hemos visto en estas dos décadas inusitadas, en que hemos visto de todo, es a la inflación.

Es más, la deflación ha aparecido de manera intermitente y ubicua en el mundo industrializado desde que se implantó en Japón en la década de los noventa, y ha empujado a que en vastas zonas de Europa también, los bonos de deuda pública tengan tasas negativas.

También dicen los manuales que usamos en los cursos de economía que, al bajar las tasas de interés, se desincentiva el ahorro y se incentiva el gasto. Pues en los últimos veinte años los bancos centrales han bajado, hasta el cero y más allá, sus tasas de interés, y los profesores no saben cómo explicar en sus clases cómo es que las familias en este contexto hayan aumentado sus ahorros y contenido sus gastos.

Se supone que si quien aumenta el gasto es el gobierno, éste desplazará al gasto privado, aumentando las tasas de interés. Y ha ocurrido lo contrario.

Los bancos centrales no deben de financiar directamente a las empresas, para eso están los bancos comerciales, quienes extienden créditos, o el mercado, quienes compran bonos a las empresas para financiar su operación y crecimiento. Y sin embargo en los últimos doce meses, la principal fuente de financiamiento de las empresas en el mundo desarrollado son sus bancos centrales. Especialmente la Fed.

¿Por qué siguen los economistas pensando bajo esquemas que no explican lo que ocurre? ¿Por qué las escuelas siguen enseñando con manuales cuya utilidad es inútil? Enrique Krauze dijo una vez que el último marxista moriría en una universidad latinoamericana. Lo mismo ocurrirá, le faltó decir al famoso historiador, con el último economista neoclásico.