La crisis global de 2008-2009 estalló por una razón sencilla: millones de individuos en Estados Unidos, España, Irlanda, Islandia y otros países se endeudaron más allá de su capacidad de pago, mediante créditos por parte de centenares de bancos que a su vez, para prestarle a sus endeudados clientes, se endeudaron también, mucho más allá de su capacidad de pago.
Debería de ser algo fácil de entender: no se puede vivir de prestado más allá de cierto punto, y más allá de cierto tiempo, pero para eso existen los economistas y los genios financieros, para inventarnos teorías y modelos que den la apariencia de que la magia es posible, que un peso tiene más de cien centavos, y que el riesgo de endeudarse de manera indefinida más allá de la capacidad de pago de largo plazo es manejable.
Es absolutamente asombroso ver cómo, a pesar de haber estado la economía global al borde del colapso total, los financieros y sus economistas parecen hoy no haber aprendido ni el primer capítulo de la severa lección de la última crisis financiera: la deuda excesiva no es sostenible, y tendrá que pagarse tarde que temprano, de una forma o de otra.
Un peso no tiene más de cien centavos, por muchas matemáticas que nos inventemos. Y lo que debía de haber pasado para que la economía global recuperara la senda de crecimiento sobre bases sólidas es que esos millones de individuos que se sobreendeudaron recortaran su consumo, y aumentaran su ahorro para poder volver a consumir dentro de sus posibilidades.
Muchos economistas se sorprendieron al ver cómo, reaccionando a la brutal crisis, tras un drástica reducción inicial en el endeudamiento de las familias, y un consecuente aumento en el coeficiente de ahorro, esta tendencia se detuvo a pesar de la persistencia de altas tasas de desempleo. ¿Por qué las familias no han continuado desendeudándose?
La respuesta es simple: para resolver la urgencia de una economía mundial en caída libre, lo que ocurrió fue que para evitar que esos individuos y bancos que se habían endeudado más allá de su capacidad de pago se colapsaran, una multitud de gobiernos tuvieron que entrar de manera abrupta y urgente a inyectar montos ingentes de liquidez, los cuales obtuvieron al endeudarse hasta un nivel que ahora tememos que sea mucho más allá de su capacidad de pago.
La deuda no se ha pagado, sigue allí. Lo único que ha ocurrido es que ese problemita llamado “endeudarse-más-allá-de-su-capacidad-de-pago” ha sido transferido de UNAS CUANTAS familias, a TODAS las familias; de unos bancos, a todas las familias; del sector privado al sector público; de los bancos al gobierno, que no es otra cosa que el representante fiduciario de TODAS las familias.
Pero la deuda sigue allí, y como existe un consenso casi mundial de no recurrir a la inflación para que esa deuda se pague; y como los grandes bancos siguen misteriosamente manteniendo una influencia desproporcionada sobre los gobiernos del mundo, y por tanto una reducción forzosa de las deudas, el recurso de la inflación no es siquiera una solución que deba discutirse, el problema de la “demasiada deuda” persistirá por un largo tiempo aún.
Personalmente he insistido que le resolución de esta severa crisis será complicada: como los recientes datos que hacen patente una desaceleración global sincronizada lo demuestran. La razón es sencilla: tanto la política monetaria como la fiscal, están en situación límite: en tasa cero la política monetaria, y con grandes déficits la política fiscal, a tal grado que la efectividad de estos dos brazos de la política pública es enormemente limitada.
En una economía global casi completamente abierta como la actual, la política monetaria se mueve por caminos misteriosos: si existieran restricciones a los flujos de capital, la liquidez extraordinaria inyectada por la Fed se invertiría en bonos estadounidenses y reduciría así los intereses a lo largo de la curva de plazos, incentivando así la reactivación del crédito.
Pero la globalización en su pecado lleva la penitencia: al pugnar por libertad en los flujos de capital, para así poder llevar las inversiones a cualquier mercado, los inversionistas le quitan los dientes a la política monetaria, pues las carretadas de liquidez inyectadas por la Fed en vez de estacionarse a lo largo de la curva de plazos de bonos estadounidense, emigran hasta bonos en donde las tasas de interés son más altas: como Brasil, México, Colombia, etc. Apreciando las monedas en esos países, y esquivando la inversión en los bonos estadounidenses.
La política fiscal es una historia aún más triste: cuando la crisis estalló, el inepto de George Bush ya había convertido los superávits heredados por Clinton en unos déficits gigantescos. La crisis estalla con los republicanos aún en el poder, y son ellos quienes se ven forzados a aumentar los déficits. La llegada de los demócratas al relevo de la conducción de la crisis sólo confirmó la estrategia de expansión de los desbalances fiscales como estrategia para suplir la falta de empuje del gasto familiar y empresarial del sector privado.
Pero entonces llegaron las elecciones intermedias en los Estados Unidos y los republicanos renegaron de lo que hicieron en las postrimerías del incorregible George Bush. Sor Juana Inés de la Cruz les habría dicho en la cara: “sois la ocasión de lo mismo que culpáis” . Astutamente, los republicanos acusaron a los demócratas de lo que ellos mismos habían causado: déficits monstruosos.
Pero lo grave es que el déficit fiscal ha sido apresado como un rehén de una lucha política, cuando es la única herramienta posible para evitar que la economía global se postre en un prolongado estancamiento. No existe otra vía: la única manera de salir de esta espantosa trampa de liquidez en que se encuentra la mayor economía del mundo (y otras como la japonesa, la británica, la española, entre otros) es mediante una expansión incluso mayor de lo que ha sido del gasto público.
Es fácil escuchar tras esta última oración el corifeo de expertos diciendo lo irresponsabilidad implicada por tan atroz postulado: sería el desastre, las calificadoras recortarían de inmediato la calificación de las deudas soberanas.
¿En serio piensan que la crisis más grave en la historia del mundo moderno, por su gravedad y amplitud, se resolverá sin que tengan necesariamente que sufrir las calificaciones soberanas? ¿De veras piensan que se pueden pasar toneladas de deudas privadas al sector público y volver a crecer las economías sin que haya una degradación de las calificaciones del riesgo soberano? ¿A poco creen que se puede evitar una gran depresión y dejar las calificaciones soberanas inmaculadas, las dos cosas al mismo tiempo?
¿Queremos mantener sin mella las calificaciones de las deudas soberanas, con el fin de que los bancos no aumenten sus provisiones de reserva de capital, cuidando los balances fiscales, a costa de un prolongado estancamiento económico e incluso arriesgando a una doble recesión?
Es inaudito cómo los economistas conservadores, que debían de estar completamente derrotados en el debate tras apoyar las prácticas y la desregulación que nos postraron en esta debacle económica, sigan llevando la voz cantante en este debate. ¿Por qué hacerles caso? ¿Por qué plegarse a sus consejos de cuidar el balance fiscal a costa de la miseria de millones de familias, a costa del crecimiento de la economía, cuando fueron su diagnóstico y su estrategia la que nos pusieron en la picota en la que estamos?
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