domingo, 8 de enero de 2012

Las Sagradas Escrituras de Herman Melville: Moby Dick

Reseñar un libro tiene como objetivo el recomendar el que leer. No en esta ocasión. No aquí. No quiero recomendarles que leer, sino que releer.

Tengo varios días en el vértigo de la relectura de Moby Dick, la catedral esculpida por Herman Melville.

El tema es bíblico, proviene del Antiguo Testamento, y por tanto se pierde en lo pagano: Jonás devorado por la ballena es ya la constatación de la equivalencia de los monstruos cetáceos como un castigo de Dios.


El nombre científico del asesino más completo de la naturaleza, la Orca, es Orcinus Orca, "los que pertenecen al reino de la muerte”. La asociación entre ciertos cetaceos y la ira divina precede por milenios a la parábola de Melville.

La gran hazaña de Melville sin embargo es aterrizar las metáforas bíblicas en este mundo. La ira no es de Dios, sino del mar. El castigo no es divino, sino de la bestia enfurecida. Melville añade además en esta , una de las grandes novelas de la literatura, un pecado capital más a los siete bíblicos: la obsesión.

El cachalote es el mayor carnívoro de la naturaleza, biológicamente conforma una familia limitada a él mismo: un cetáceo dentado. Su único depredador posible es la imperdonable Orca.

En 1820 un cachalote atacó y hundió al ballenero estadounidense “Essex", que lo cazaba. De los náufragos originales, sólo ocho sobrevivieron. La anécdota sirvió para que Melville, quien conoció la historia siendo él mismo un ballenero, urdiera en 1951 la trama y el discurso de Moby Dick.

Melville transformó la tragedia en literatura: al cachalote lo hizo albino, un demonio blanco. Creo a uno de los mayores personajes de la novela de todos los tiempos: Ahab, y creo entre los dos una rivalidad imposible: el hombre contra algo superior a él mismo: la naturaleza, el mar, la divinidad, su propia obsesión.

Moby Dick es una parábola definitiva, y como al mar, todos debemos de conocerle al menos una vez en esta vida.




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