Los humanos hemos imaginado un autómata
desde hace siglos: una máquina que haga lo que nosotros hacemos. Desde la idea
del “Espíritu” de Hegel, al chusco dislate de “El Golem” de Borges, pasando por
la concepción del desarrollo tecnológico de Marx, hasta llegar a las acabadas
ideas de Isaac Asimov, y el Terminator
de James Cameron, la inteligencia artificial es una obsesión humana que a
juzgar por lo que está ocurriendo en las tiendas de Amazon, en las búsquedas en
Google, en los iPhones de Apple, está ya entre nosotros y a punto de irrumpir
en nuestras vidas de manera irreversible.
La Inteligencia Artificial (IA) supone ir
más allá de la máquina. Una máquina nos ayuda a hacer cosas que los humanos
hacemos (escarbar, pintar); o nos ayuda a hacer cosas para lo que
biológicamente no fuimos hechos (volar, sumergirnos en los mares). En las
máquinas el operario sigue siendo humano. La IA implica la desaparición del
operario: es la máquina que se basta por sí sola. La IA quiere aspirar a
sustituir lo más humano que tenemos: dar sentido a lo que hacemos.
“Serán cenizas más tendrán sentido”, reza
el hermoso verso de Quevedo, sospechando que la diferencia entre la naturaleza
muerta y la vida es precisamente el dotar de sentido a lo que hacemos. La IA
quiere justo eso: replicar y sustituir la capacidad de dar sentido a lo que hacen
las máquinas. ¿Es esto posible? ¿Puede una máquina imprimir sentido a lo que
hace sin ser ordenado por un operario humano?
Imaginemos una máquina que se niegue a
ejecutar las órdenes para las que fue programada porque esa misma programación
la lleva a inferir que lo que hace contraviene una regla más íntima. ¿Podríamos
decir en ese caso que la máquina ha accedido a una moral? ¿La moral se
desprende de un algoritmo que nos fue útil a los humanos en nuestra evolución y
es por tanto programable y ejecutable? ¿Sería este nivel de la IA equivalente a
decir que puede imprimir sentido, como querría Francisco de Quevedo?
La IA está ya por todas partes. Detrás de
una parte creciente de las actividades que hacemos. Algunas de ellas
insospechadas: la lucha contra el crimen, por ejemplo, en dónde la IA ayuda a
analizar los datos que llevan a la detección de criminales, y en donde muy
pronto veremos a robots ejecutando aprehensiones y combatiendo pandillas.
¿Pueden los robots entonces impartir justicia?
De entre las múltiples profesiones que en
los próximos años podrían ser sustituidas por los robots se encuentra, dicen,
la de abogado. Redactar documentos jurídicos es una labor mecánica susceptible
de ser ejecutada, como el jugar ajedrez, de manera más eficiente, por robots.
¿Pero puede un robot sustituir a un juez?
¿No es la justica un algoritmo, una
secuencia lógica que conduce a un resultado: declarar culpabilidad o inocencia?
Imaginemos que la IA sea capaz de impartir justicia: ¿sería capaz de dispensar
gracia?
Si la IA es capaz de la justicia; si una
regla presupuestal sencilla y clara es impresa en su código; si un número
infinito de sensores le permite ver, oír y escuchar lo que ocurre; si los
robots pueden atender los efectos de un desastre natural mejor que los humanos;
¿podrían gobernar? Es decir: administrar los asuntos públicos, atender la
seguridad y los servicios, de una manera más eficiente y honesta que los
humanos.
La aplicación de la IA a los mercados de
capitales es también un desafío desconcertante. Invertir o desinvertir puede
ser resultado de un algoritmo resoluble por la IA. Un robot puede comprar y
vender activos financieros dependiendo de las valuaciones. Si esto ocurriera el
mercado estaría siempre perfectamente valuado: no habría gangas ni burbujas
especulativas, todos los activos estarían siempre en su valor justo. Un robot
no es presa del miedo, ni de la codicia, y estos dos sentimientos, disparados
por reacciones químicas de nuestra compleja biología son las que impulsan y
detienen, los que aceleran o colapsan a los mercados. Un robot inversionista:
¿cómo sabrá si debe vender cuando el pánico cunda?
Un robot puede sin duda escribir la 5ª
Sinfonía de Beethoven, puede ejecutarla mejor aún que una orquesta humana.
¿Pero puede disfrutarla? ¿Podemos saber si es capaz de disfrutarla? Si la
respuesta es no, entonces valdría la pena preguntarse (Y dudo que lo siguiente
puede responderla la IA): si un mundo gobernado por inteligencia artificial,
viviendo una vida artificial, vale la pena. Pues la IA parecería incapaz de una
cualidad humana crucial: la duda.