domingo, 14 de enero de 2018

El Olor De La Burbuja Y Los Inversionistas Bisoños

Los mercados financieros son impredecibles. El significado de la oración anterior es difícil de entender, pero implica que quienes invierten allí desconocen si y cuando, una acción en particular, o el mercado en general, van a subir o bajar. Los últimos nueve años estar en el mercado ha sido una fiesta, casi todo ha subido, y lo ha hecho hasta el punto en que, de acuerdo con algunas medidas, las acciones están caras. Pero aunque los precios estén altos, pueden seguir subiendo, como en una burbuja especulativa. Y quizá eso esté a punto de pasar.
Luego de alcanzar un fondo terrible en el año 2009, tras la espantosa crisis financiera de 2008-2009, los mercados comenzaron a recuperarse y a despegar. Nueve años después su ascenso no se ha detenido, y el perfil del mercado muestra algunas señales que sugieren la entrada en una burbuja especulativa.
El año pasado por ejemplo, los índices de Wall Street (el Dow, el S&P 500, el Nasdaq), tuvieron cierres positivos en todos y cada uno de los meses del 2017. Este año que recién inicia ha atestiguado el entusiasmo en todos los sectores, impulsados por un continuado crecimiento económico y el regalo de Trump a las grandes corporaciones con su reforma impositiva. Los mercados han subido ocho de las primeras nueve sesiones. Los mercados ya no caen.
Los indicadores que miden la volatilidad del mercado (como el VIX) están en mínimos desde el 2008, justo antes de que la burbuja inmobiliaria estallara, y este sea quizá el indicador de que un tufo a burbuja especulativa pareciera estarse regando por el mercado.
Una burbuja especulativa es difícil de identificar. Por mucho que una acción o clase de activos espumee, es arduo saber si se trata de una burbuja o de una apuesta correcta de los inversionistas respecto del futuro. Una burbuja se reconoce sólo hasta que se revienta. No antes.
Pero hay una señal que parece estar inequívocamente ligada a una burbuja: la euforia. Cuando nos olvidamos de toda precaución, cuando perdemos todo miedo, cuando desechamos todo cuidado, podemos abandonarnos al éxtasis y al desenfreno. Y hay muchos indicadores que sugieren que los inversionistas han tirado la precaución por la ventana: el VIX se encuentra en mínimo de una década; el S&P supera su promedio móvil de 200 días; y el número de inversionistas optimistas supera al de los pesimistas (bull/bear index) por primera vez en años.
La primera condición parece estar ya presente: los inversionistas han abandonado su instinto de conservación. Falta ver si se entregan a la euforia. Y al respecto debería de haber pocas dudas: la subida imparable de Wall Street, el rally parejo e irrefrenable del 2017 en dónde no hubo nada que no subiera (hasta el oro y el petróleo), la locura de Bitcoin y similares.
Si tuviera que apostar, apostaría a que estamos ya en una burbuja especulativa. Se huele. Estamos quizá en las etapas iniciales, pues hay aún algunas acciones (especialmente las bancarias) en donde los precios no gozan las sobrevaluaciones presentes en la burbuja que explotó en el 2008-2009.
Si efectivamente estamos en una burbuja, y si estamos en las etapas iniciales de la misma (lo cual sólo lo sabremos en el futuro), entonces la implicación es muy importante: el miedo a perderse las ganancias de la burbuja atraerá a millones de inversionistas bisoños quienes comprarán lo que se mueva para no perderse la fiesta.
La prensa financiera mexicana está en deuda con Luis Soto por haber popularizado esa categoría precisa, y lingüísticamente, preciosa: el inversionista bisoño, aquél que es arrastrado por la euforia de los demás y compromete sus ahorros con la ilusión de volverse ricos instantáneamente, pero que acaban sepultados por los despojos cuando los mercados se derrumban. Son los inversionistas bisoños los que acuden al olor de la burbuja como abejas a la miel, y quienes la alimentan, inflándola hasta que revienta.
Si la burbuja está comenzando a inflarse es tentador subirse en ella y cabalgarla enriqueciéndose con su euforia y salirse antes de que reviente. El problema es que puede reventar en cualquier momento: mañana o dentro de dos años, y el riesgo de que nuestro cálculo sea erróneo es altísimo.

¿Y por qué, vale preguntarse, nos importaría que alguien gene o pierda en los mercados? La respuesta es sencilla y contundente: cuando Wall Street festeja sólo sus inversionistas lo gozan. Pero cuando Wall Street sufre, quien agoniza es el mundo entero.

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